Dos casos recientes de presuntas trampas han despertado el debate sobre las malas prácticas en investigación. Los estudios muestran que es infrecuente, pero no inexistente
La primera regla del fraude científico es no hablar del fraude científico. La mala praxis investigadora no es frecuente, pero muchas veces ni siquiera sale a la luz. Su existencia pone en riesgo el alto prestigio del que goza la ciencia y provoca pérdidas económicas. En lo que llevamos de 2016, España ya ha asistido a los casos de dos investigadoras: una del CNIC y otra del IDIBELL, ambas en el punto de mira por supuestas irregularidades. Estas prácticas podrían ser más habituales de lo esperado y muestran la necesidad de tomar las medidas necesarias para detectar e impedir nuevos casos.
"Los casos que se denuncian suponen una fracción muy pequeña, la punta del iceberg", explica a Teknautas el presidente del Comité de Ética del CSIC, Miguel García. El problema en España y en otros países es que, aunque los estudios sugieren que el fraude científico es anecdótico, tampoco hay mucha información al respecto.
"Hay pocos datos a nivel nacional, no creo que nadie se haya preocupado mucho de hacer un análisis sobre la frecuencia del fraude científico en España", comenta García. El referente es, en su opinión y sin lugar a dudas, EEUU. De ahí salen la mayoría de estudios que permiten analizar la situación y que suelen calcular entre un 1 y un 2% de defraudadores. En Europa, aunque se hayan tomado más medidas que en nuestro país, "tampoco existe mucha información".
El periodista científico Leonid Schneider ha denunciado varios casos de fraude a lo largo de su carrera, el último de ellos el del IDIBELL de Barcelona, y es mucho más pesimista sobre la frecuencia y el alcance del fraude científico, que considera "extendido y desarrollado". En su opinión, la comunidad académica tiende a "mirar hacia otro lado", por lo que el escándalo sólo se destapa cuando es "excesivo", bien porque los datos son inventados o porque mueren pacientes —como en el caso de Macchiarini—.
Daniele Fanelli es un investigador de la Universidad de Stanford especializado en el fraude científico. A diferencia de Schneider, no cree que exista una "epidemia" de fraudes, pero sí considera que la respuesta a estos casos y las medidas de prevención "podrían mejorar mucho".
El metaanálisis —estudio que toma los resultados de varios trabajos para obtener conclusiones más fiables— efectuado por Fanelli apoya esta tesis. Llevado a cabo a partir de dieciocho estudios y publicado en la revista PLOS ONE en 2009, concluyó que un 2% de los investigadores admite haber incurrido en malas prácticas, entendidas como fabricar, falsificar o modificar datos o resultados al menos una vez. El experto subraya que esta cifra es una media que variará entre países y campos.
Más preocupantes fueron los resultados sobre otro tipo de irregularidades consideradas "cuestionables": casi el 34% de los encuestados admitió haber incurrido en ellas. La cocina de datos es una práctica habitual que obedece a la máxima de "si los números no dan los resultados deseados, tortúralos hasta que lo hagan". En este sentido, otros estudios señalan la peligrosidad de estos sesgos, mucho más difíciles de detectar, más extendidos y a la postre más peligrosos.
La limitación de este tipo de estudios es que se basan en encuestas con preguntas comprometedoras —"¿alguna vez ha plagiado datos de otro investigador?"—, por lo que el mismo Fanelli admite en las conclusiones que los resultados son "conservadores" y que resulta difícil saber qué porcentaje de la investigación científica es fraudulento.
Aun así, si tomamos ese conservador 1% de científicos tramposos y lo aplicamos a España las cifras son preocupantes. Existen unos 200.000 investigadores en nuestro país, por lo que supondría que 2.000 profesionales han incurrido en malas prácticas en alguna ocasión a lo largo de su vida. "Muchos de estos casos no trascienden a la opinión pública, otros se ocultan", comenta García antes de remarcar que "la mayoría hace las cosas muy bien".
Para hallar la solución es necesario mirar a EEUU, donde existe una Oficina para la Integridad de la Investigación (ORI, por sus siglas en inglés) que se ocupa del sector biomédico —donde las consecuencias de un posible fraude pueden alcanzar a la salud pública—. García explica que los casos que llegan "son muchos menos" de los que corresponderían a esos porcentajes del 1% porque "unos no se denuncian y otros no salen de la institución". En cualquier caso, la resolución se publica en su web y en el Federal Register —equivalente al BOE— con las conclusiones y sanciones, que pueden incluir penas de cárcel.
Analizar un presunto fraude no es sencillo. García considera que hace falta un órgano que lo estudie mediante un procedimiento reglado, algo de lo que España carece. "Debería existir un comité de ética a nivel nacional como tiene el CSIC", lamenta. En realidad dicho organismo sí está creado, pues aparece en el Artículo 10 de la Ley de Ciencia de 2011 [PDF]. El problema es que nunca se ha puesto en marcha. Schneider lamenta esta carencia y defiende la necesidad de proteger a los "chivatos" que informen de estos casos. También considera que los inversores deberían exigir su dinero de vuelta cuando se detecte un fraude.
Que algunos casos no salgan de sus centros no quiere decir que se ignoren. Algunas universidades, como la de Valencia, cuentan con un órgano específico encargado de estos asuntos, aunque García aclara que es más habitual crear un comité cuando sea necesario. Schneider, pesimista, defiende que muchos investigadores cuyos trabajos son irreproducibles y están manipulados "son protegidos por la institución" y mantienen su financiación "como si nada". Pone como ejemplo el caso de Maria Pia en 2015, que en su opinión fue "enterrado" por el CRG de Barcelona.
Pérdidas económicas... y sociales
Crear un organismo como el ORI en España podría parecer caro e innecesario si se tiene en cuenta la condición casi anecdótica de la mala praxis, pero los casos de fraude pueden suponer cuantiosas pérdidas económicas. Un estudio publicado en la revista PLOS Medicine calculó en más de 500.000 dólares los costes asociados a una única investigación fraudulenta en EEUU. Investigar los presuntos casos que salen a la luz superaría los 100 millones de dólares anuales.
Corrupción política, dopaje deportivo... Las trampas existen en todos los campos. Una forma de impedir su proliferación es tomar las medidas adecuadas para detectar y castigar estos comportamientos. Otra, atacar el problema de raíz. En el caso de los investigadores, y sin justificar el fraude, la presión por publicar puede llevar a la desesperación a los perfiles más impecables. Por eso Schneider considera que los científicos no deberían ser valorados por el prestigio de las revistas donde publican sino por "la verdadera calidad de su trabajo".
Las consecuencias de las malas prácticas entre investigadores trasciende las pérdidas económicas. García recuerda el caso de Andrew Wakefield y su trabajo fraudulento —movido por intereses económicos— sobre la relación entre la vacuna triple vírica y el autismo. El estudio fue publicado en 1998, pero no fue hasta 2004 que se demostró la trampa. Wakefield perdió su licencia de médico en 2010, pero las secuelas de sus actos todavía sobreviven en forma de movimientos antivacunas, que han llegado a provocar la reaparición de enfermedades erradicadas e incluso la muerte de varios niños. Al final los grandes perjudicados son la vasta mayoría de profesionales íntegros, y en última instancia el resto de la sociedad.
Autor: Sergio Ferrer
Twitter: <@SergioEfe>
Fuente: <http://www.elconfidencial.com/>
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