26 de septiembre de 2016

El problema no es el paper

Hace unos tres años apareció en la Revista Chilena de Literatura un trabajo del filósofo José Santos Herceg titulado La tiranía del paper donde, con la claridad y calidad expositivas que le conocemos, hizo una profunda defensa de las amplias y tradicionales maneras de expresión discursiva (por sobre todo escritas) que han practicado las Humanidades. Como lo sabrán quienes hayan leído el texto de Santos, su artículo tuvo por propósito no solo reivindicar y revalorar la riqueza del decir y “saber” humanístico mundial y latinoamericano, sino, a la vez, interceder para que su práctica no siga (como ha ocurrido) estando en desmedro de la creciente omnipresencia de la modalidad escritural paper, a su juicio, instrumento principal de la logofobia (Foucault) que desde hace un tiempo más bien reciente ha venido imponiendo el poder moderno a fin de controlar y morigerar la peligrosidad de la palabra abundante y libremente dicha.

Estando de acuerdo con la preocupación del autor aludido, es posible que él coincida con el hecho de que la forma paper de escritura científica no es en sí el problema que deberíamos criticar, sino la manera cómo tal formato se ha impuesto como dispositivo casi único por obra y gracia de las instituciones que así lo han querido. En su escrito, Santos reconoce este asunto, al mencionar a las universidades y a CONICYT – FONDECYT como las entidades que han adoptado y exigido a sus demandantes formar filas tras la disciplina paper como factor nada despreciable para obtener financiamiento a sus proyectos o solicitudes de becas. Ahondemos un poco más sobre estos dos aspectos.

Que el paper no sea, de acuerdo a mi visión, el malo de la película, implica valorarlo en lo que le corresponde y aporta. En primer lugar, no es cierto que el paper en nuestro medio sea un producto breve ni efímero, según algunas de las características que le atribuye Santos. Desde luego, en América Latina los artículos en Humanidades son, en general, de no baja extensión (10 páginas como mínimo; si los hay más breve no es porque los editores así lo instruyen). Por su lado, lo de efímero bien puede deberse a la propia calidad del texto, en tanto que su perdurabilidad toca más a asuntos de mala gestión de la información que hacen autores, revistas e instituciones, que a designios inscritos en la forma paper.

Otros reparos que debemos hacer a lo expuesto por Santos es que el inglés no es la lengua preferente de las humanidades en la región; al contrario, es el castellano, y nada indica que esto vaya a cambiar más adelante. Esto es fácil de corroborar al mirar las bases de textos de las principales plataformas de la edición científica Iberoamericanas: RedALyC, Dialnet, SciELO, entre otros recursos. La expresión de que el español no es idioma de paper solo puede tener validez en caso que se esté buscando publicar en revistas anglosajonas o de otros idiomas, asunto que no es tal ni podría serlo.

Por su parte, que el problema de la autoría del paper sea manifestación de la exclusión y del “ruido” condenatorio a que nos someterían las multinacionales de la investigación y del paper, es una posición que, como diría Bobbio, acierta en lo que dice, pero falla en lo que niega. Obviamente, tratándose de una modalidad específica, requiere de quien lo asuma el cumplimiento del “rito” de las normas y procedimientos establecidos. Por lo demás, si por ocasión resultara que no el paper, sino el ensayo o la alegoría u otras modalidades de enunciación, fueran las construcciones discursivas aceptadas por la ciencia oficial, ¿acaso no se establecería para ellas un cierto canon sobre lo que es y no es ensayo o alegoría? Que algunos no quieran o no sepan redactar papers (o no quieran que sus revistas los propicien) está muy bien; pero ello no implica que la forma sea la mala o que, por no practicarla, se nos envíe a la negación en cuanto “otro”.

El paper es una modalidad válida y legítima de redacción de resultados e investigaciones, tanto o más valiosa que otras formas de presentación de argumentos o datos que, al menos en la práctica latinoamericana, ha hecho un recorrido más benéfico que perjudicial a nuestra comunicación científica, y que en el caso de nuestras Humanidades y Ciencias Sociales, ha importado un procedimiento escritural que no solo se ha adecuado a nuestras tradiciones de exposición, sino también, ha contribuido a enseñar cómo se debe comunicar. Obviamente, no se trata de un desiderátum, ni que haya que superponerlo a otras formas de locución: el propio Santos nos advierte de varias de sus limitaciones, pero esto no equivale a desestimar su contribución.

Pero no son tanto estos aspectos de estilo los que más nos llama la atención a apropósito de la lectura del artículo de Santos Herceg. Como se señalara, lo que perjudica a nuestra academia y sus investigadores y, de igual forma, a los editores de revistas científicas de la región, es que la institucionalidad del sector atribuya al artículo científico “tipo paper” preponderancia absoluta al momento de evaluar y determinar apoyos y subsidios, olvidando que existen diversas otras formas de comunicación del quehacer científico. Sin duda, se trata de un olvido que no lo es: estas otras formas están muy presentes, solo que se les deja de lado por varias razones: se les complejiza el panorama evaluativo; no tienen criterios para abordar contextos diversos; porque es más fácil hacer lo de siempre; porque no les interesa innovar y actualizar; porque habría que descomponer la estructura de poder vigente; porque, tal vez, habría que disponer de más dinero, etc.

Junto al sobrevalorado paper, los libros, los ensayos, las performances, las exposiciones, las ferias científicas, las conferencias, las evaluaciones de artículos, los trabajos de edición científica, las curatorías, los trabajos de grado y títulos, los proyectos, los desarrollos de plataformas, y numerosas otras actividades asociadas a la producción académica y científica, deberían entrar a ser parte de las grillas evaluativas y de reconocimientos, asuntos que no solo demandaría de pares expertos en la actual comunicación científica, sino también, tanto en los aparatos estatales y universitarios, de otras pautas de juicio y ponderación, de otros arreglos con las transnacionales de la investigación y la edición académicas. Claro es que una disposición de este orden altera lo conocido y lo practicado, y es tremendamente difícil por más que lo quieran que las autoridades universitarias y otras del país estén dispuestas a avanzar en un cambio. Es cosa que nos preguntemos qué hacen los servicios de información y bibliotecas de las principales universidades de Chile con los resultados de investigaciones de sus estudiantes de postgrado: salvo casos contados, nada se hace, al margen de acumular información (hoy, en soporte digital) sin que, a partir de ella, se haga gestión alguna. En gran medida esta ausencia e inacción se justifica al no disponerse de demanda que esté dinamizando su desarrollo.

Delante de este panorama, y dado el interés que la academia expone respecto de las deformaciones comunicacionales de su producción, bueno sería que ella acompañe sus críticas con acciones que aporten a la modificación en los modos de sanción de lo legítimo y la repartición de reconocimientos. El trabajo de Santos ya tiene algunos años, y no son pocos los que han visto en su contenido un ejemplo a seguir, de suerte que no ha sido para nada tan efímero su esfuerzo. Lo que no se observa, todavía, son las acciones tendientes al cambio epistémico y estructural de parte de una academia también muy poco dada a alterar sus rutinas.

Autor: Manuel Loyola, Editor Académico / IDEA, USACH
Emai: <manuel.loyola@usach.cl>
Fuente: <http://revistaslatinoamericanas.org/>

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